Seguramente para este viaje no se necesitaban tantas alforjas. Un informe preliminar publicado por Agirre Lehendakari Center confirma lo que ya se intuía en Busturialdea-Urdaibai: la propuesta de ampliar el Museo Guggenheim con sede en Murueta genera rechazo transversal. El proceso de escucha activa –más de 500 entrevistas y otras 400 previstas– revela cinco patrones narrativos que van desde la oposición frontal hasta la desafección institucional. Pero lo que se plantea como diagnóstico técnico es, en realidad, el destello de una derrota política camuflada de neutralidad.
Agirre Lehendakari Center ha aterrizado en la comarca como si viniera a descubrir América, cuando en realidad venía a confirmar, y esto no le quita mérito alguno, lo que la gente de Busturialdea y de otros muchos lugares ya sabía. Lo ha hecho, eso sí, con precisión y aureola científica, con gráficas de simbolismo colectivo y atmósferas afectivas dignas de un simposio académico, pero el mensaje esencial se resume en una frase sin jergas: de entrada, para empezar, los y las entrevistadas han dado un NO rotundo al Guggenheim en Murueta. Esto es, de entrada, un tiro en el pie para las instituciones proponentes de este ecocidio.
Así que el sueño líquido de Vidarte, Jon Azua, Juanmari Aburto, Etxanobe, del lehendakari Pradales, y de los patronos mayoritarios de la Fundación Guggenheim de Bilbao, así como de los propietarios de Astilleros de Murueta, ha estallado no en el papel, sino en el barro. Porque Murueta no es un lugar físico, es una herida simbólica. Un punto donde convergen el desengaño, la memoria, el orgullo y la sospecha. El humedal, el estuario, la marisma, no se toca. O al menos, no sin que salte la comunidad a recordarlo.
«La posible ubicación del museo en Murueta genera rechazo de manera transversal», dice el informe. Claro. Pero ¿alguien creyó que se podía plantar un Guggenheim como quien instala una rotonda o planta una berza en un jardín? ¿Quién pensó que el arte, por el mero hecho de serlo, podía disfrazar la especulación?
Vayamos por partes. De una forma muy sutil, se ha pasado de declaraciones diarias en prensa a un silencio espeso por parte de las instituciones más propio de un entierro. Las alharacas de su viabilidad y conveniencia han sido sustituidas por el clásico «no sé, no contesto», que sirve para esquivar la responsabilidad sin admitir el error. Pero el informe deja entrever lo que nadie se atreve a decir: se equivocaron de emplazamiento, de tono, y de modo de hacer política. Es decir, de todo.
Así que ahora el silencio institucional solo cabe interpretarlo como una rendición sin reconocimiento. Pero esto, viendo su talante, sería lo menos malo porque quizás estén dispuestos a sacar un plan B debajo de la manga y a seguir haciendo piruetas en el aire, como trapecistas sin red, pretendiendo que el público olvide la caída anterior. No para enmendar el error, sino para redibujarlo con otro nombre, otra infografía y el mismo ruido. Porque el problema no es que improvisen un plan B, sino que mantengan la partitura del plan A y nos pidan que bailemos al compás sin saber qué melodía suena. La pirueta, entonces, no es solo política: es una forma de seguir bailando en el vacío mientras el escenario se resquebraja.
«La comunidad percibe su involucramiento como participación simbólica». Participación simbólica es tener voz… pero sin volumen. Es escuchar sin responder. Es preguntar sin intención de cambiar nada. Eso no es democracia, es marketing político.
Seguimos. De la verborragia institucional al mutismo estratégico. Hubo un tiempo –no tan lejano– en que los voceros del Gobierno Vasco, de la Diputación de Bizkaia y de los aparatos del PNV se descolgaban a diario con declaraciones rimbombantes sobre el Guggenheim en Urdaibai. Era un desfile de titulares sin sustancia, ganchos publicitarios lanzados al aire como confeti institucional. No había proyecto, pero sí entusiasmo. No había contenido, pero sí promesas. Era el marketing del mármol antes del plano.
Y ahora, tras el proceso de «escucha activa» que ha dejado más claro aún el rechazo ciudadano, el silencio se ha instalado como nueva estrategia comunicativa. Como si la marea social les hubiera arrollado y ahora solo quedara recoger los restos del naufragio sin hacer ruido.
¿Dónde están los que hablaban sin parar? ¿No tienen nada que decir? ¿Nada que rectificar, que explicar, que pedir perdón? ¿Ni una sola palabra sobre el tiempo perdido, las energías gastadas, el desgaste cívico o el dinero público invertido en una idea que se desmorona como un castillo de arena? Porque si antes hablaban sin saber, ahora callan sabiendo demasiado.
Su silencio no es prudencia, es evasión. Y la ciudadanía lo percibe como una falta de respeto: se les pidió opinión sobre algo que se les vendió como inevitable, y ahora que han hablado, nadie responde.
El telón ha caído, pero nadie sale a saludar. La contradicción es tan evidente que parece escrita por un dramaturgo con vocación de sátira: primero se lanza el proyecto como si fuera el maná cultural del siglo XXI, luego se pide a la ciudadanía que opine sin haber sido informada, y finalmente, cuando esa ciudadanía responde, las instituciones se esconden tras el telón como actores que han olvidado el texto.
¿Dónde están Vidarte, Pradales, Etxanobe, Rementeria, los portavoces del PNV? ¿No hay una sola frase que reconozca el error, que asuma la desconexión, que proponga una rectificación? Ni siquiera un “nos equivocamos” con acento tecnocrático.
Más. El silencio institucional convertido en la confesión más elocuente. Porque cuando quienes antes hablaban sin parar ahora callan, lo que se escucha es el eco de una derrota que no se quiere nombrar. Una derrota estratégica, política y ética. Una derrota que no se imprime en boletines, pero que se siente en cada rincón de Urdaibai como una brisa que ya no huele a museo, sino a dignidad.
Opinión sin contexto. Esta es la gran paradoja institucional. Pero más grave aún es la contradicción fundacional del proceso: las instituciones han pedido a la ciudadanía que opine sobre una propuesta que no han explicado adecuadamente, mejor dicho, que no han explicado. Es decir, dicen escuchar sin informar, preguntan sin ofrecer contexto, y recopilan impresiones sin preparar el terreno.
«Las aportaciones recabadas reflejan preocupación por la incertidumbre del proceso y la necesidad de mayor transparencia». ¿De qué sirve abrir el micrófono si el altavoz institucional está apagado? ¿Cómo puede construirse una opinión sólida si el terreno informativo es pantanoso? Esta contradicción no es menor: la falta de información convierte la participación en simulacro, y la escucha en un gesto vacío que no transforma nada.
Tal como lo plantea el informe, la mayoría de voces –a favor, en contra o indefinidas– coinciden en que no conocen el contenido real del proyecto. Y sin información, lo que se recoge no son opiniones, sino intuiciones, sospechas, miedos y deseos. Todo legítimo, sí, pero insuficiente para decidir sobre el futuro de una comarca.
¿Y si esa falta de contenido no es un descuido, sino una estrategia? Porque cuando no se explica, se puede moldear. Cuando no se informa, se puede improvisar. Y cuando no se detalla, se puede imponer. La opacidad no es solo negligencia, es una forma de poder.
El proceso de escucha activa, tal como ha sido planteado, parece más un ejercicio de legitimación que de participación real. Se pregunta, sí, pero se pregunta tarde, mal y sin contexto. Y eso convierte la escucha en una especie de encuesta emocional, no en un diálogo democrático.
«La verdadera transformación exige escalar hacia modelos de poder ciudadano». ¿Cómo escalar hacia el poder ciudadano si ni siquiera se ha compartido el plano del edificio que se quiere construir? ¿Cómo confiar en instituciones que abren el grifo de la participación solo para cerrar el caudal de la información?
La pista de aterrizaje.
El informe plantea que modificar la ubicación podría «reiniciar el debate». Como si el problema fuera solo técnico. Pero no lo es. El fondo del debate es que la ciudadanía no confía en la lógica de las instituciones lideradas por el PNV, que parecen vivir en otro plano o, lo que es lo mismo, en otro planeta: el del desarrollo económico entendido como pista de aterrizaje para empresas, no como impulso del bien común.
«Todas las narrativas se construyen desde el compromiso con el Desarrollo Humano Sostenible». Qué bonito marco. Pero si uno se acerca, se ven los andamios. El desarrollo que propugna el partido gobernante tiene más de interés privado que de humanidad. Es sostenible sólo sobre el papel satinado de los informes. El turismo descontrolado, el encarecimiento de la vivienda, la precarización del trabajo y la saturación del transporte no necesitan un Guggenheim para avanzar. La turistificación galopante llegará de todos modos. Y el museo era solo la mascarada que lo justificaba. Lo dicho: ¿tiro en el pie o pista de aterrizaje?